Cuando era pequeño soñaba con tener un poni, después un saxo, luego se me metió en la cabeza que quería ser mago y más tarde me fui lejos, a conocer mundo. Al final volví, sin embargo nunca pensé que acabaría corriendo en diferentes rincones del mundo y que haciéndolo seguiría soñando. Badwater 135 no era más que eso, un sueño más en mi mente. Una carrera de esas que ves en los libros y por la que, sin saber por qué, te sientes atraído. Y vuelves a notar ese cosquilleo, una sensación que con los años, los viajes y las carreras por todo el mundo creías haber perdido pero que de repente aflora de nuevo, con más fuerza que nunca.
BW135 es una carrera en semiautosuficiencia, de 220 km y 4.000 m de desnivel, que une el punto más bajo de EE.UU. con el más alto en una travesía por el ‘Valle de la Muerte’. No hay avituallamientos y todo el material lo tiene que llevar tu coche de apoyo. Es conocida por sus infernales temperaturas, con una media de 48°C que en nuestro caso llegó a alcanzar los 54°C.
“La sensación era lo más parecido a ponerte un secador gigante en la cara, a máxima potencia, y sentir como se te fríe el cerebro”
La partida fue el pasado 23 de julio a las 21:30 horas desde la denominada base de Badwater, situada a 89 metros por debajo del nivel del mar. Es una vasta extensión de arena y sal petrificada en la que rápidamente te das cuenta que aquello va más que en serio de lo que pensabas y te alegras de haber realizado algunos entrenamientos dentro de una sauna. La sensación era lo más parecido a ponerte un secador gigante en la cara, a máxima potencia, y sentir como se te fríe el cerebro.
Después del himno y toda la parafernalia americana, salimos. Me puse delante pensando que podría mantener el ritmo pero, tonto de mí, no tenía ni idea de lo que era correr con esas condiciones. A los 2 km empecé a ver que el resto de equipos comenzaban a avituallar y yo que tenía pensado esperar al km 10… El calor era tan brutal que costaba abrir los ojos y la garganta me ardía con cada respiración. Pronto empecé a perder posiciones, no conseguía coger un ritmo constante. Me sentía débil y las ganas de comer habían desaparecido por completo.
“Esta es la parte de las ultras que más me gusta, esos momentos en los que te ves muerto y de repente comienzas a revivir”
Sobre las 6:00 horas y ya amaneciendo, llegué al km 74 totalmente desecho. Estaba deshidratado y sin poder comer nada desde hacía algunas horas. Todo mi equipo se ponía a funcionar una vez más, me senté, me embutieron la comida como si de un pollo relleno se tratase y comenzó el juego. Esta es la parte de las ultras que más me gusta, esos momentos en los que te ves muerto y de repente comienzas a revivir. Los pasos se convierten en zancadas y finalmente echas a correr, vas pasando a corredores y piensas que eres el rey de la Badwater. Y, de repente, vuelves a caer de cabeza en otra pájara aún peor que la anterior.
El recorrido se divide en tres ascensos importantes, el más largo de unos 30 km era el que tenía por delante. Desde este punto, la carrera permitía y aconsejaba el ir acompañado por un pacer (escudero), algo muy habitual en las carreras de EE.UU. Mi equipo era bastante reducido (mi mujer y un amigo) con lo que la cosa se complicaba aún más. Si me tenían que avituallar cada 2-3 kilómetros con agua congelada, tener las 4 neveras que llevábamos en el coche con hielo, conducir, comprar el agua y correr conmigo… ¡los números no salían! El resto de equipos estaba formado por más de 4-5 personas, así que estábamos un poco jodidos.
“Hacía 54°C en esa recta sin final en la que mi equipo me rociaba con agua congelada cada kilómetro. A los 30 segundos ya estaba seco otra vez”
Al llegar arriba me encontré de nuevo con ganas y animado, y comencé la larguísima bajada desde la cima avanzando kilómetros con facilidad. Unas horas más tarde, sobre las 14:00, llegué a la que yo llamo “carretera de la muerte”. Hacía 54°C en esa recta sin final en la que mi equipo me rociaba con agua congelada cada kilómetro. A los 30 segundos ya estaba seco otra vez. Y fue en esos 20 km donde encontré lo que estaba buscando: sentía la tensión del reto y lo único que tenía que hacer era mirar al suelo, beber y seguir sin parar.
En el km 120 paré a pegarme una ducha, cambiar la ropa y dormir 15 minutos. Allí comenzaba la segunda subida, unos 18 km de curvas que se perdían cada vez que levantabas la mirada del suelo. Fue un tramo especial. Me encontraba bien, estaba atardeciendo y mi mujer se puso el chaleco de los pacers para acompañarme durante los siguientes 40 km. La noche se echaba encima pero estábamos contentos, hablando de nuestras cosas y riéndonos juntos. ¿Qué importaba el ritmo, que importaba la posición? Esa era la esencia de todo, el poder estar perdido en medio del desierto, reventado de sueño y kilómetros, pero feliz.
“Me mordí la lengua, constantemente, hasta dejármela destrozada, pero al final no me quedó otra que acabar parando otra vez”
Y también dormido. Sobre el km 150 los ataques de sueño eran tan fuertes que solo podía ir haciendo eses de un lado al otro del camino. Intenté emplear un truco que un francés, “perro viejo de montaña”, me había enseñado en el Tor des Géants. Me mordí la lengua, constantemente, hasta dejármela destrozada, pero al final no me quedó otra que acabar parando otra vez. Dormí 20 minutos. La noche en medio del desierto era fascinante, cientos de estrellas me acompañaban y la paz y tranquilidad se apoderaban de todo.
Con el amanecer llegó otra vez la vida, otra vez la alegría y los kilómetros seguían bajando. Ya solo quedaban 50, que se dividían en 2 rectas de casi 30 km y la última subida. El calor también volvía y la gente que nos veía pasar solo era capaz de sacar el móvil para grabar como una momia andante tapada y completamente de blanco se arrastraba hacia la meta.
Llegué a Lone Pine, donde la alegría de saber que ya casi lo tienes se apodera de ti. Pero todavía quedaba la última y más dura de las subidas: 16 km con unos 1400 m+ hasta muy cerca de la cima del Mont Whitney, el punto más alto de EE.UU., donde estaba la ansiada meta.
“Mi pacer fue a por material al coche, mientras yo me tapaba en el suelo con unos matorrales, pero no había nada que me sirviera”
No iba a ser tan sencillo. A 8 km de llegar las nubes cubrieron rápidamente la cima y los truenos retumbaban por todo el valle. Una gota, otra gota y comienza el diluvio. Evidentemente no había pensado que podía pasar esto, así que no llevaba más que un cortavientos pequeño que no me era de gran nada. Comenzó a granizar y el dolor de cada piedra hacía que corriese de un lado a otro sin saber dónde meterme. Mi pacer fue a por material al coche, mientras yo me tapaba en el suelo con unos matorrales, pero no había nada que me sirviera, así que decidí intentar hacer esos kilómetros lo más rápido posible.

Lo único que no esperaba en ese momento era oír que alguien me gritase desde atrás: “Ándale españolito, ahora demostrarás que no eres un huevón”. Era Oswaldo Lopez, ganador en 2014, con el que había estado hablando la víspera de la salida. Su equipo estaba formado por auténticos corredores, que viven trabajando duro y corriendo todo lo que se les pone por delante. Especialistas en 100 y 200 millas, son auténticos tipos duros pero muy amables. Se bajaron de su destartalado todo terreno y me dejaron un impermeable y me pidieron si me podían acompañar hasta la meta.
“El sueño que cumplo cada día es bien sencillo: calzarme unas zapatillas, correr y rodearme de gente que quiere vivir una vida como la mía”
No podía pedir más. 44 horas y 35 minutos después llegaba al final y allí todo se te olvida. Todo cobra sentido. Pasan todos los dolores y solo queda lo mejor de ti, la esencia como persona. Comencé a correr por la muerte de mi padre, que me hizo darme cuenta de lo importante que es vivir, disfrutar cada segundo y vivir la vida hasta el último suspiro.
No me gusta que se hable de mí, ni creo ser mejor que nadie por hacer esto. Solo corro, nada más, llevamos miles de años haciéndolo. El poni nunca fue mío, no acabé tocando el saxo, y bueno, aunque algún truco de magia sí que hago, el sueño que cumplo cada día es bien sencillo: calzarme unas zapatillas, correr y rodearme de gente que quiere vivir una vida como la mía.
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